Recensión Comentada de ¿QUÉ ES UNA NACIÓN? CARTAS A STRAUSS de Ernest Renan

Texto académico de evaluación continua
Teoría del Estado I: El Estado y sus Instituciones
(Grado de Ciencia Política y de la Administración -UNED).
Ilustrado en este post con viñetas de Forges y El Roto.
Bayona dotó a España de un Estado ilegítimo flanqueado por un ejército de ocupación coercitivo que monopolizaba el poder y un movimiento de resistencia popular con el que surgió un nuevo sujeto político: una nación en armas que irrumpió en revolución hacia una patria libre e independiente. Los 35.000 hombres de Murat, con poder pero sin autoridad consentida, no conseguirían que, cuatro años después, cuando Fernando VII no era un poder sino un recuerdo, esa nación pretendiera, como sujeto de soberanía y mediante una Constitución, dotarse de un Estado [liberal] legítimo. España tenía una Constitución, nacida de un sentimiento unánime de identidad nacional sin precedentes, pero carecía de un Estado con poder suficiente para implantarla. Así, es la ilegitimidad del Estado la que propicia el surgimiento de una nación: el conjunto de los órganos de gobierno de España como país soberano [Estado] no es reconocido como tal por sus habitantes, regidos por un mismo gobierno [Nación]. Si el Estado habla de instituciones, la Nación habla de personas vinculadas y unidas que pueden (o no) compartir idioma, tradiciones, raza, cultura o religión. Tales personas serán gobernadas por un Estado, soberano sobre su territorio, con autoridad y potestad normativa y reguladora sobre dicha sociedad. Por tanto, no todas las realidades son Estados-Nación (como ejemplo paradigmático de la «Nación Política») en los que, aunándose ambos conceptos, instituciones y personas recorren una senda compartida en la que el Estado deviene en el hogar [cambiante] de la nación. Si el Estado representa la institucionalización de la nación, ésta legitimará (o no) a aquél. Así pues, el pueblo (con similitudes hacia dentro y disimilitudes hacia fuera en el ámbito étnico-cultural) aparece como condición necesaria del Estado y entronca con éste a través del concepto de nación, como proyección específicamente política de la idea de pueblo.

En su conferencia dictada en la Sorbona, Renan se cuestionaba hace 130 años: ¿cómo es que Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones, tres o cuatro razas, es una nación, mientras que una Toscana homogénea no lo es? ¿Por qué Austria es un Estado y no una nación? Quizás su condición de francés-invasor en la guerra de Independencia, diferente a su condición de francés-invadido en el conflicto franco-prusiano por el statu quo territorial de Alsacia y Lorena, explica que no se cuestionase la monarquía de José I en la España de setenta años antes. En todo caso, ¿de dónde surge la nación?


El nacionalismo conservador (orgánico) plantea una nación como entidad viva con rasgos externos heredados históricamente (lengua, cultura, territorio o tradiciones comunes) e independiente del deseo de los individuos que la forman: no es posible sustraerse voluntariamente a esta carga genética. Por su parte, el nacionalismo liberal (voluntarista) plantea una nación derivada de la voluntad de los individuos que la componen y del compromiso que éstos adquieren de convivir y ser regidos por unas instituciones comunes. Es la persona quien, de forma subjetiva e individual, decide formar parte de una determinada unidad política. En consecuencia, toda colectividad humana es susceptible de convertirse en nación por deseo propio, separándose de un estado existente o constituyendo una nueva realidad. Esta lógica de organización política sostendría que, en tiempos de Pi y Margall, Sevilla se declarase república independiente de Madrid y que, posteriormente, Utrera hiciera lo propio con Sevilla. ¿Cuál es el límite, si lo hay? Según Ikea, la RIC: República Independiente de tu Casa. Posiblemente, esta nuestra ardiente necesidad patria de trasladar a lo político todo lo cultural, sea la base de nuestro inframunicipalismo, en el que, aproximadamente, el 60 por ciento de nuestros 8.114 municipios representan a poco más del 3 por ciento de toda la población española. En este mismo sentido aunque en otro orden administrativo, si la España de 1808 era una nación sin Estado, la configurada a partir de 1978 es un Estado [¿sostenible?] con diecisiete nacionalidades y dos Ciudades Autónomas. Sostendría también, el voluntarismo liberal, que, fruto del consentido andamiaje institucional autonómico de diecisiete pseudo-Estados, se esté pasando del Estado [Autonómico] de Bienestar al Malestar de una Nación de Nacionalidades [«Naciones Culturales»] en la que, siendo Cáritas la única organización que incrementa su cuota de mercado, en 2011, una de cada cinco de sus familias sobrevivía por debajo del umbral de la pobreza: del café para todos al pan para unos cuantos y al techo para unos pocos. Eso sí, fruto de estas verdades madre canovistas, queda el consuelo de ser desnonat vehicularmente en tu nacionalidad histórica y por una administración pública instrumental hipertrofiada que, huyendo de su propio Derecho Administrativo, elude la contabilización del déficit público para poder sostener la inversión pública bajo el desgobierno de lo público de una casta política, parcialmente cleptocrática que, de darse las circunstancias necesarias, tendría un horizonte penal nítido. Mientras tanto, la «Nación Cultural» de poco más de 322.000 riojanos y 5.000 kilómetros cuadrados (el 0,69 por ciento de los españoles y el 1,0 por ciento de nuestro territorio) acredita una deuda pública del 11,6 por ciento de su PIB (933 millones de euros), según datos del Banco de España del tercer trimestre de 2011. Como diría, ya como Presidente del Parlamento, el del «Viva Honduras» cuando estaba de visita oficial en El Salvador en 2003 como Ministro de Defensa: «Manda huevos».

Defendiendo el Principio Espiritual, al menos aparentemente conforme a la advertencia prologar del profesor Blas Guerrero, Renan se posiciona alineado con este nacionalismo voluntarista, después de situar el origen de la nación moderna en las invasiones germánicas (entre los siglos V y X) con las que impusieron en Occidente el «molde de la nación» a través de dinastías y aristocracias militares. Así, el Tratado de Verdún certifica la existencia nacional de Francia o España fusionando sus poblaciones y olvidando lo violento: una nación lo es porque sus individuos comparten y olvidan muchas cosas a lo largo de su historia. La nación así creada, será legítima en virtud de los principios dinástico, nacional y/o espiritual. Desde una lógica deductiva articulada ad hoc con motivo de la contienda franco-prusiana, Renan refuta la validez absoluta de los dos primeros, abogando en favor del tercero.



Siendo cierto que una nación es una dinastía (de origen feudal) que actúa como núcleo de centralización de antiguas conquistas (aceptada y olvidada después por el pueblo) y que el territorio nacional será el agrupado [arbitrariamente] a través de guerras, matrimonios o tratados, no se trata de una certeza insoslayable. Siendo cierta la unión de Inglaterra, Irlanda y Escocia, la arbitrariedad de los límites de la Francia de 1789 y la demora de las casas reinantes en Italia para erigirse como centros de unidad nacional, no lo es menos que una nación puede existir sin dinastías. Suiza y Estados Unidos, como conglomerados de adiciones sucesivas, sin base dinástica, sirven para invalidar el Principio Dinástico. En segundo lugar, Renan cuestiona, uno por uno, los criterios que fundamentan el Principio de las Nacionalidades, criterios que, siendo necesarios, no resultan suficientes por si solos para crear una nación.



El papel unificador desempeñado por el cristianismo durante el multirracial Imperio romano y el hecho que «no hay en Francia diez familias que puedan aportar la prueba de un origen franco», son utilizados para refutar el derecho primordial de la raza como factor de integración nacional y advertir de los peligros de la aplicación política de la legitimidad etnográfica. Un peligro vigente, dos décadas después, en una España ya sin Cuba, a tenor de lo escrito por Sabino Arana, artífice en el País Vasco de la ruptura con la tradición fuerista de la doble pertenencia. Como pacto de la nación vasca con la española, rechazó el fuerismo al oponerse al único camino de salvación de la patria vasca esclavizada por su invasor extranjero y provocar la degeneración del ser racial vasco. En su mito de la salvación, maketos y maketófilos infectan la raza vasca: el roce de españoles con vascos generó en éstos un proceso de exósmosis de su espíritu biskaino y de endósmosis de aquéllos. El único camino para la salvación de la patria es la independencia de Euskeria: el roce nefasto se evitará cuando el español sea extranjero y no conciudadano, pudiéndose restaurar así el ser primigenio de la nación Euskeria. Este discurso xenófogo y zoológico era ajeno a las delimitaciones de los reinos bárbaros, desprovistas de todo criterio etnográfico: el Tratado de Verdún trazó sus divisorias sin atender a la raza de las poblaciones de uno y otro lado. La etnografía no es considerando legítimo de la nación moderna, por cuanto más allá de los parentescos de sangre está la razón, la justicia y la igualdad. «El francés no es ni galo, ni franco, ni burgundio. Es lo que ha salido de la gran caldera donde […] han fermentado conjuntamente los elementos más diversos». Por otro lado, la lengua invita a la unión, no fuerza a ella: «la América española y España hablan la misma lengua sin formar una única nación. En Suiza, con tres o cuatro lenguas, prevalece la voluntad de permanecer unida». La actual población india, con dieciocho lenguas oficiales que aglutinan a diversos grupos etnolingüísticos, concibe la India como un único Estado que comparte una identidad nacional. A diferencia de la Cataluña de 2011 que ingresó 176.100 euros por sanciones impuestas a 226 empresas por no rotular en una lengua cooficial, la Francia conocida por Renan «no buscó nunca la unidad coercitiva de la lengua». Tan errónea es la dependencia etnográfica de la política, como la filológica que tiene la lengua como expresión racial. «Encerrada en una cultura determinada, tenida por nacional, se enclaustra».


Como la chapela con el Jaun-Goikua de los hermanos Arana, la boina cuatribarrada oprime «el aire libre del vasto campo de la humanidad, encerrándose en los conventículos de los compatriotas». Tampoco la religión ofrece por sí sola una base suficiente para establecer una nación moderna. En Atenas, la religión era de Estado: no se era ateniense si se rehusaba practicarla. Pero la verdad ateniense, desapareció en el Imperio romano. En la España surgida a partir de 1939, la católica era la religión del Estado, institucionalizada en el Fuero de los Españoles: no se era español [rojo demonizado] si se rehusaba practicarla. Pero la verdad de los años cuarenta y cincuenta que legitimó teocráticamente al dictador, dejó de serlo después del Concilio Vaticano II y, especialmente, durante el tardofranquismo cuando el otrora insigne Caudillo de la Santa Cruzada fue amenazado de excomunión con motivo del caso Añoveros. «En nuestros días, ya no hay creencias uniformes: cada uno cree y practica lo que puede y lo que quiere. Ya no hay religión de Estado […] La religión se ha convertido en algo individual». Holanda muestra cómo, mediante una política de consenso, tolerante y tendente a la acomodación, puede construirse una identidad nacional en una sociedad religiosamente heterogénea. La población holandesa del siglo XX quedó conformada por católicos, protestantes, liberales y socialistas. La política del acuerdo en una democracia consociativa ha satisfecho sus demandas concurrentes y la ausencia de homogeneidad social no ha menoscabado la identidad nacional del Estado. Siendo un lazo poderoso, la comunidad de intereses tampoco es suficiente porque, permitiendo los tratados comerciales, «no contempla la dimensión sentimental de la nación, alma y cuerpo a la vez». Siendo importante, el Pacto Fiscal (como defensa de una libertad amenazada por el Leviatán estatal en busca de una igualdad solidaria) se sitúa en un plano diferente, aunque complementario, al marco simbólico estatutario configurado por la Senyera, Els Segadors o la Diada Nacional. Los cachorros de Deusto que lideraron el proceso de industrialización en el País Vasco durante los años sesenta acogieron con los brazos abiertos a parte de los 4,5 millones de emigrantes españoles que, con su mano de obra ajena a la ikurriña, contribuyeron decisivamente a consolidar el vertiginoso proceso de expansión económica que se estaba produciendo. Entonces, ser maketo no fue inconveniente, como tampoco lo fue ser charnego, cuando se trató de fer país. Tampoco la geografía, las fronteras naturales [arbitrarias], es determinante en la división de las naciones. ¿Cuáles son las montañas que separan naciones y cuáles no? ¿Por qué el Rin es frontera natural y el Sena no lo es? Nuestra Constitución republicana [non nata] de 1873 proyectó una división territorial en la que la nación española aparecía compuesta por estados, entre ellos, Cuba y Puerto Rico. La tierra no hace una nación: «aporta el sustrato, pero el espíritu es del hombre». Una nación es un principio espiritual no configurado por el suelo: «es un alma conformada por pasado y presente: un legado común de recuerdos y el consentimiento actual de querer continuar compartiendo la herencia recibida […] Haber hecho juntos grandes cosas y querer hacerlas todavía constituye la condición esencial para ser un pueblo». El capital social sobre el que se asienta la nación hereda un pasado de sacrificios: «Somos lo que vosotros fuisteis; seremos lo que vosotros sois». La nación es un plebiscito diario: si alguien tiene derecho a ser consultado es el habitante. Su voto es el único considerando legítimo. En la política, el hombre que no es esclavo de raza, lengua, religión, ríos o montañas: crea una conciencia moral y legítima llamada nación. Las naciones son buenas y necesarias porque «garantizan la libertad que se perdería si no hubiese más que una un amo […] Sirven a la obra común de la civilización: todas aportan su nota al concierto de la humanidad». ¿Un conservador como Renan abogando por el derecho de autodeterminación? Así lo creyó su coetáneo Cánovas (aunque equívocamente, como advierte el profesor Blas Guerrero), que, desde la literalidad de sus palabras, se apresuró a negar la nación como el resultado de un plebiscito diario, sin considerarlo un argumentario ex profeso ante las amputaciones territoriales de Alemania y que tampoco dejó de transpirar en sus dos Cartas a Strauss.



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